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Por qué los directivos deberían tomarse el juego más en serio
Diversión y trabajo no tienen por qué ser incompatibles; de hecho, una actitud lúdica desarrolla la creatividad y beneficia la salud.
Por Mireia Las Heras
Trabajar es cosa seria, ¿verdad? El juego –esa actitud ligera, creativa, incluso gamberra con la que los niños se relacionan con el mundo– lo dejamos para el parque, no para la empresa. Sin embargo, cada vez hay más evidencia de que esta renuncia nos sale cara.
La investigación lo demuestra desde hace años: mantener una actitud lúdica en la edad adulta reduce el estrés, alimenta la creatividad y mejora el bienestar. No es una excentricidad; es parte de nuestra naturaleza humana. Pero en el trabajo apenas lo permitimos. Seguimos atrapados en la idea de que profesionalidad y ligereza son incompatibles, como si disfrutar del trabajo fuera sospechoso.
En un estudio que publicamos recientemente, analizamos cómo esta disposición lúdica funciona en la oficina y cómo se extiende hacia la vida personal. La conclusión es contundente: cuando una persona introduce un toque lúdico en su jornada –humor, pequeños retos, dosis de creatividad– no solo trabaja mejor, sino que vive mejor.
No estoy hablando de instalar un futbolín ni de convertir los viernes en una fiesta temática. Hablo de algo mucho más simple y, a la vez, profundo: permitir que cada persona reajuste su modo de trabajar para hacerlo más llevadero. Añadir un factor de reto a una tarea rutinaria. Buscar un enfoque creativo cuando todo parece gris. Usar el humor para desactivar tensiones. Es lo que llamamos “diseño lúdico del trabajo”, una especie de vitamina invisible que recarga energía, mejora el desempeño y humaniza los equipos. Un “poco de azúcar” que ayude a que las tareas pesadas entren mejor, como cantaba Mary Poppins.
El diseño lúdico como fuente de energía
En nuestro estudio observamos que este diseño lúdico tiene dos componentes: introducir elementos de diversión –humor, ligereza, curiosidad– y añadir pequeñas dosis de competencia sana, como autoimponerse retos o medir el progreso de una tarea. No se trata de competir contra otros, sino contra el tedio. Cuando estos dos elementos se combinan, el trabajo deja de ser un bloque homogéneo y cansado para convertirse en una secuencia de metas alcanzables. Es un cambio discreto pero poderoso: al fragmentar el esfuerzo y volverlo más estimulante, las personas recuperan el control sobre su propia energía.
Quienes trabajan así no solo rinden más. También llegan a casa con otro ánimo. No ven su tiempo libre como horas muertas, sino como un espacio para cuidarse, explorar, recuperar. Cocinar, hacer ejercicio, redescubrir aficiones… actividades tan cotidianas como decisivas para la salud física y emocional. Es un efecto dominó: la chispa del juego encendida en la oficina prende también en el salón de casa.
Repercusión del clima laboral en la vida personal
El estudio lo realizamos con 65 parejas de doble ingreso en Estados Unidos, siguiendo sus rutinas durante quince días. Y aquí apareció otro hallazgo interesante: la actitud lúdica se contagia. Lo que ocurre en el trabajo no se queda en el trabajo; se filtra en la convivencia y afecta al bienestar de la pareja. Pero existe un matiz que merece atención: el contagio era más fuerte cuando el hombre adoptaba una actitud lúdica que cuando lo hacía la mujer.
¿Por qué? No tenemos una respuesta definitiva, pero apunta a un viejo conocido: las normas de género. Aún pesa socialmente la idea de prestar más atención al estado emocional de los hombres, para validar más su “espacio” psicológico, para ajustar la convivencia a su bienestar. Que este patrón siga vivo incluso en parejas igualitarias, urbanas y de doble ingreso debería hacernos reflexionar.
Durante demasiado tiempo hemos tratado el juego como lo contrario del trabajo. Esa visión, además de falsa, está saliendo cara: culturas rígidas, empleados desmotivados, relaciones tensas, creatividad en mínimos. Nuestro estudio sugiere lo contrario: el juego puede ser el combustible que sostiene un desempeño sano y sostenible.
La verdadera frivolidad es seguir operando como si nada pasara: como si el agotamiento colectivo no fuera real, como si la desmotivación crónica no arrastrara productividad, como si las empresas pudieran permitirse trabajadores exhaustos. La Organización Mundial de la Salud ya reconoce el burnout como un fenómeno laboral. Pero en muchas compañías seguimos comportándonos como si divertirse un poco fuera una amenaza para la profesionalidad.
Qué pueden hacer los líderes, sin postureos
Fomentar el diseño lúdico del trabajo.
Dar autonomía para que cada persona introduzca diversión y desafío en sus tareas. No imponer “actividades divertidas”, sino permitir el rediseño personal.
Reforzar la conciliación.
El ocio no es un regalo, es un recurso. Horarios flexibles, desconexión real y apoyo a aficiones y ejercicio ayudan a que el juego personal florezca.
Predicar con el ejemplo.
Un directivo que aborda los retos con humor y curiosidad da permiso a los demás para hacerlo. Es liderazgo, no infantilización.
Conectar el juego con el propósito.
Cuando las iniciativas lúdicas se alinean con valores personales –salud, familia, crecimiento– su impacto se multiplica.
Si algo demuestra este estudio es que el juego no es un lujo, sino un recurso estratégico. Las empresas que lo ignoran seguirán atrapadas en culturas agotadoras y rígidas. Las que lo integren con inteligencia –no con gestos cosméticos, sino como parte de su forma de trabajar– tendrán empleados más creativos, más sanos y más dispuestos a comprometerse. Quizá ha llegado el momento de que la seriedad deje de ser el criterio por defecto y dejemos espacio a algo tan elemental como humano: jugar un poco más para trabajar –y vivir– bastante mejor.
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